Este relato corto lo escribí hace un tiempo, pero nunca lo terminé de rematar. Hoy domingo, lo he encontrado entre mis escritos perdidos y he sacado un rato para revisarlo y terminarlo. Es una historia sobre amores complicados, personajes difíciles, y vidas ficticias que vivir en celuloides para los que disfrutan las parejas polarizadas. Vamos, que las relaciones a veces son como mezclar tarántulas y escorpiones, y no se sabe bien por qué. Todas estas mezclas son muy peligrosas y mortíferas.
La tarántula y los Escorpiones.
El enemigo está justo delante. Detrás, en la desolante inmensidad. Enfrente de mí. Dentro de esos ojos fríos. Tan fríos como bonitos. Rojos. Inyectados en sangre. Helados. Ojos contra ojos. Se puede cortar el frio en la oscuridad. Estamos los dos sentados en el suelo. Ella y yo. Como muchas veces antes. Como en muchas celebraciones. Como en muchas otras batallas. Ejércitos frente a ejércitos. Me mira. Ya lo ha hecho antes así. Con la mirada de un lobo retador al líder de la manada. Y yo… y yo le mantengo la mirada. Sin miedo aparente. Como si no notase su osadía al retarme.
Hemos vivido este ritual muchas otras veces antes. Nunca igual. Con similitudes. Me fija la pupila. Donde sabe que ya tengo las cicatrices. Estoy quieto. Dentro de sus ojos. Están ardiendo en un rojo fuego a pesar del frío invernal de su mirada. Está enfada. Está muy enfadada. No. Está furiosa. Le he hecho daño. Mucho daño. Ella lo sabe. Sabe que le he hecho daño. Como muchas veces antes. Se lo he hecho. Sí. Le he clavado otro puñal. Como nunca de esta forma. Uno que dejará una cicatriz grande si consigue curarse. Como otras marcas que tiene en su cuerpo. No. Peor. En su corazón. Dije lo que dije a sabiendas de que le iba a doler. Que no se le olvide quién es alfa.
Duda. Está duditativa. Sabe que no va a sacar lo que quiere de mí. En el fondo lo sabe. Pero lo quiere. Tiene alguna esperanza. Quiere autoconvencerse de que tiene alguna esperanza. Pero no la tiene. Yo sé que puedo perder. Sí. Lo sé. Estoy listo para ello. Para perder. Pero no para que ella gané. Para eso no. No estoy listo para dejarle ganar. Nunca la dejaré ganar. Nunca. Aunque ella crea que sí. No hay otra opción para mí. Solo me queda ver el desenlace. Morir com un alfa. Está en su mano. En sus ojos. Rojos. Así que… yo le devuelvo la mirada. Como ella me mira mí. Pero con el poso que dejan mil batallas peleadas antes.
Dolor. Es lo que siente. Sé que lo siente. Lo veo en sus ojos. No lo veo. Lo escucho en sus ojos. Lo leo en sus ojos. Ha escrito allí su dolor. En su pupila. Roja. En su rabia. Roja. Está escrito en grandes azulejos dentro de su mirada. Esa mirada roja. En el fuego. En la inmensa soledad invernal en la que está ese fuego rojo de sus ojos. Lo veo con total claridad. No parpadea. Y pienso en lo bonitos que están sus ojos así. Rojos. Están vivos. Más que nunca. Están ardiendo. Quemando queroseno para competir con el infierno. No va a ceder esta vez. No va a controlar ese fuego. No esta vez. Va a atacar con vehemencia descontrolada. A la desesperada. Como si fuera una metáfora recursiva. Me va a doler. Me preparo para ello.
Las posiciones se han fijado. La batalla va a comenzar. En segundos. Será cruenta. Pero no ruidosa. Me tengo que preparar. Y lo hago. Me refuerzo. Estoy convencido de que le doy lo que quiere. No. Sé que le doy lo que quiere. Dolor. Pero ella cree que quiere otra cosa. No lo sabe. Necesita que sea su alfa. Consigue que dude un poco. Pero desaparece. Me mira. Está entre el fuego y el hielo. Un lugar no existente que sus ojos rojos pintan en mi fortaleza. Debo resistir. Si consigue lo que quiere yo moriré. No seré yo. No seré alfa nunca más. Habré desaparecido. Seré un recuerdo. Seré un preso. Y me abandonará con la llave colgada al cuello. Pero si la batalla cae de mi lado habrá que estallar la bomba. Y me haría daño. Una cicatriz más. No va a ganar. No voy a ganar. Pero no puedo perder. No le voy a dar otra cosa más que lo que realmente inconsciente quiere. Que gane alfa.
Nos seguimos mirando. Sus aletas siguen infladas. Aún no ha dicho nada. Solo me ha mirado. Sonríe con desgana. Pongo cara de asustado. No lo estoy. Le gustaría pensar que pudiera estarlo. Pero sabe que en el fondo no es así. Lo sabe. Sabe que va a perder. Como me ha dicho tantas veces. Como cuando se calma. Pero sigue ahí. Intentándolo. Sentada. Echando fuego por la mirada. Está enfadada de verdad. Muy enfadada. Furiosa. Respira aún más fuerte. No dice nada. Solo me mira. Se le arquean los cartílagos alares más aún. No sé si lo sabe. Leo en su cara. Como un libro abierto. Como leo en sus gestos. En la velocidad de sus parpados. Quiere matarme. Me mataría si no le hiciera tanto daño perderme. Me odia. Un poco. Que cerca están los sentimientos opuestos cuando son tan fuertes. Que equilibrio más difícil de mantener. Que juego más complicado de jugar.
Me encanta esa expresión que tiene. Me enamoro por un milisegundo. Me tiene cogido ahora. Pero justo es cuando menos lo sabe. Si lo supiera sería fatal. Y sigo sentado. En un círculo de fuego. De fuego rojo que han creado sus ojos. No puedo correr. Tengo que estar quieto. Congelado con su fuego. Mirar al vacío ardiente de sus ojos rojos. No caer en el precipicio de sus labios. Me imagino con los brazos al aire. Moviéndolos alrededor de ella formando hechizos arcanos. Ella no lo ve. Pero yo me siento como el Doctor Extraño en el plano Astral haciendo conjuros con mis seis brazos. Para calmarla. Para desactivarla sin que ataque. Para hacer que los sepamos quién ha ganado sin que haya que contar las cicatrices.
La adrenalina de mi cuerpo inunda mis venas. La tensión me carga los brazos. Me sigue mirando. Pero va a decir algo. Sabe que tiene que decirlo. Ella ha iniciado el fuego. Y yo no voy a apagarlo. Soy así. Alfa va a echar más leña. No, voy a echar queroseno. Dinamita. TNT. Lo que ella quiera. Si ella aprieta el detonador yo pongo dos bombas más. Tiene el botón en su mano. Ella lo sabe. Lo siento. Yo lo sé. Intenta abrir la boca. Sabe que tiene dos alternativas muy malas. Pero los dos sabemos que hay una tercera. Pequeña. Temporal. En la que voy a dejarla creer que ha ganado. Que voy a dejarla sentir que tiene cartas en esta partida de póker. Que tiene fichas para apostar. Solo tiene que auto convencerse ella misma. Amo esa furia que tiene. Mis brazos y mi espalda tienen marcas de los zarpazos que me ha dado intentando revelarse.
Cierra la boca de repente. Frunce el ceño. Está enfada. Muy enfadada. Furiosa. Y desencadena el ataque. Sale la tarántula por su brazo. Puedo ver solo unas patas de esa gran tarántula que acaba de soltar. Bajando por su piel blanca. El contraste es maravilloso. Esas patas negras peludas deslizándose por la piel de porcelana blanca. Avanza despacio. Hacía mí. Hacia la mano con la que sujeto su mano. Para atacarme.
Me mantengo firme. Más aún. Aprieto la mano para que sepa que el puente para su tarántula está abierto en mi brazo. Lo ha notado. Lo sabe. Duda. La tarántula se para a mitad de camino. No quiero que se rinda. Ahora es cuando más me gusta. Mi adrenalina me inunda el corazón. La sien de mi cabeza late con la fuerza de los latidos de mi corazón. Ella nota el cambio en mí. Se arma de valor. Y la tarántula del brazo vuelve a avanzar. Despacio. Patita a patita. Patita a patita. Sobre la porcelana de sus dedos. Y pasa a mi mano. Está sobre mí. Palpando mi piel. Sintiendo mi calor. Mi adrenalina. El latir de mi corazón.
Mi fuego interior no se nota en mis ojos. Son calma. Realmente la quiero. Realmente la adoro. Más de lo que se puede querer. Pero tiene que ser así. Esta es nuestra partida. Este es nuestro ritual de apareamiento. Es la forma de podar las ramas secas de nuestro árbol. De regarlo. Con dolor. Con sangre. Con el fuego rojo de su furia. Con mi veneno. Con ese veneno dulce que la emborracha. Que la engancha. Que la droga. Que la convierte en invisible.
La tarántula se acerca a mi muñeca. Pero se para. Despacio. Duda. Otra vez. Y se para ahora un poco asustada. Muy asustada. Nerviosa. Sin mover la patas se peude ver cómo todo su cuerpo está retraido. Su tarántula empieza a retroceder. Despacio. Muy despacio. Los ha visto. Ya los ha visto. Ella baja los ojos. Se intenta contener. Ha cerrado los ojos un instante. Ha apagado un poco la caldera que caldea sus ojos. Se ha asustado. Le agarro la mano con fuerza.
La tarántula empieza a bajar despacio de mi cuerpo. Se quiere volver. Ha visto los cien ojos pequeños que asoman debajo de la manga de mi camiseta. Están ahí. Mis escorpiones. Los ha visto. Sabe que si intenta morder la van a matar. Antes de que ni siquiera lo intente. Se han dado cuenta del miedo de la tarántula. Y salen. Decenas de ellos. Llenando mi brazo de sus cuerpos armados con sus afilados aguijones envenenados. Dejando regueros de sangre en mi cuerpo. Su tarántula vuelve a su cuerpo. Busca refugio.
El miedo es superior a ella. Se le escapa una lágrima. Le acaricio suavemente la cara mientras mis escorpiones se suben los unos a los otros cerca de su cara. Ella no quiere que vea la lagrima. Aparta la cabeza. La doy un abrazo. Contra mi pecho. Suavemente. Todos los escorpiones salen de mí y nos rodean. A los dos. Corren por encima de su cabeza. Su espalda. Mi espalda. Corretean cubriéndonos por completo. Dándonos un calor reconfortante. Pero no usan sus aguijones. Yo la mantengo contra mi pecho. Para que oiga el latido de mi corazón. La quiero. Lo sabe. Pero sabe que algún día un aguijón puede alcanzarla. En el corazón. En el alma.
La tarántula no está. El fuego de sus ojos ha desaparecido. Ya no son rojos. Mi adrenalina se calma. Poco a poco los escorpiones vuelven a su escondite. Ella me abraza fuerte. Muy fuerte. Con desesperación. Deseando poder transmitirme todo el amor que me tiene. Cuánto venera a su alfa. Fuertemente. De repente me busca la boca. Me besa, sí. Pero buscándome la boca. Le acaricio el pelo. Su boca es dulce. La mía pone el amargor. Los escorpiones, aún, se mueven bajo mi pelo.
FIN.
Autor: Chema Alonso
Figura 1: La Tarántula y los Escorpiones. Un relato corto. |
La tarántula y los Escorpiones.
El enemigo está justo delante. Detrás, en la desolante inmensidad. Enfrente de mí. Dentro de esos ojos fríos. Tan fríos como bonitos. Rojos. Inyectados en sangre. Helados. Ojos contra ojos. Se puede cortar el frio en la oscuridad. Estamos los dos sentados en el suelo. Ella y yo. Como muchas veces antes. Como en muchas celebraciones. Como en muchas otras batallas. Ejércitos frente a ejércitos. Me mira. Ya lo ha hecho antes así. Con la mirada de un lobo retador al líder de la manada. Y yo… y yo le mantengo la mirada. Sin miedo aparente. Como si no notase su osadía al retarme.
Hemos vivido este ritual muchas otras veces antes. Nunca igual. Con similitudes. Me fija la pupila. Donde sabe que ya tengo las cicatrices. Estoy quieto. Dentro de sus ojos. Están ardiendo en un rojo fuego a pesar del frío invernal de su mirada. Está enfada. Está muy enfadada. No. Está furiosa. Le he hecho daño. Mucho daño. Ella lo sabe. Sabe que le he hecho daño. Como muchas veces antes. Se lo he hecho. Sí. Le he clavado otro puñal. Como nunca de esta forma. Uno que dejará una cicatriz grande si consigue curarse. Como otras marcas que tiene en su cuerpo. No. Peor. En su corazón. Dije lo que dije a sabiendas de que le iba a doler. Que no se le olvide quién es alfa.
Duda. Está duditativa. Sabe que no va a sacar lo que quiere de mí. En el fondo lo sabe. Pero lo quiere. Tiene alguna esperanza. Quiere autoconvencerse de que tiene alguna esperanza. Pero no la tiene. Yo sé que puedo perder. Sí. Lo sé. Estoy listo para ello. Para perder. Pero no para que ella gané. Para eso no. No estoy listo para dejarle ganar. Nunca la dejaré ganar. Nunca. Aunque ella crea que sí. No hay otra opción para mí. Solo me queda ver el desenlace. Morir com un alfa. Está en su mano. En sus ojos. Rojos. Así que… yo le devuelvo la mirada. Como ella me mira mí. Pero con el poso que dejan mil batallas peleadas antes.
Dolor. Es lo que siente. Sé que lo siente. Lo veo en sus ojos. No lo veo. Lo escucho en sus ojos. Lo leo en sus ojos. Ha escrito allí su dolor. En su pupila. Roja. En su rabia. Roja. Está escrito en grandes azulejos dentro de su mirada. Esa mirada roja. En el fuego. En la inmensa soledad invernal en la que está ese fuego rojo de sus ojos. Lo veo con total claridad. No parpadea. Y pienso en lo bonitos que están sus ojos así. Rojos. Están vivos. Más que nunca. Están ardiendo. Quemando queroseno para competir con el infierno. No va a ceder esta vez. No va a controlar ese fuego. No esta vez. Va a atacar con vehemencia descontrolada. A la desesperada. Como si fuera una metáfora recursiva. Me va a doler. Me preparo para ello.
Las posiciones se han fijado. La batalla va a comenzar. En segundos. Será cruenta. Pero no ruidosa. Me tengo que preparar. Y lo hago. Me refuerzo. Estoy convencido de que le doy lo que quiere. No. Sé que le doy lo que quiere. Dolor. Pero ella cree que quiere otra cosa. No lo sabe. Necesita que sea su alfa. Consigue que dude un poco. Pero desaparece. Me mira. Está entre el fuego y el hielo. Un lugar no existente que sus ojos rojos pintan en mi fortaleza. Debo resistir. Si consigue lo que quiere yo moriré. No seré yo. No seré alfa nunca más. Habré desaparecido. Seré un recuerdo. Seré un preso. Y me abandonará con la llave colgada al cuello. Pero si la batalla cae de mi lado habrá que estallar la bomba. Y me haría daño. Una cicatriz más. No va a ganar. No voy a ganar. Pero no puedo perder. No le voy a dar otra cosa más que lo que realmente inconsciente quiere. Que gane alfa.
Nos seguimos mirando. Sus aletas siguen infladas. Aún no ha dicho nada. Solo me ha mirado. Sonríe con desgana. Pongo cara de asustado. No lo estoy. Le gustaría pensar que pudiera estarlo. Pero sabe que en el fondo no es así. Lo sabe. Sabe que va a perder. Como me ha dicho tantas veces. Como cuando se calma. Pero sigue ahí. Intentándolo. Sentada. Echando fuego por la mirada. Está enfadada de verdad. Muy enfadada. Furiosa. Respira aún más fuerte. No dice nada. Solo me mira. Se le arquean los cartílagos alares más aún. No sé si lo sabe. Leo en su cara. Como un libro abierto. Como leo en sus gestos. En la velocidad de sus parpados. Quiere matarme. Me mataría si no le hiciera tanto daño perderme. Me odia. Un poco. Que cerca están los sentimientos opuestos cuando son tan fuertes. Que equilibrio más difícil de mantener. Que juego más complicado de jugar.
Me encanta esa expresión que tiene. Me enamoro por un milisegundo. Me tiene cogido ahora. Pero justo es cuando menos lo sabe. Si lo supiera sería fatal. Y sigo sentado. En un círculo de fuego. De fuego rojo que han creado sus ojos. No puedo correr. Tengo que estar quieto. Congelado con su fuego. Mirar al vacío ardiente de sus ojos rojos. No caer en el precipicio de sus labios. Me imagino con los brazos al aire. Moviéndolos alrededor de ella formando hechizos arcanos. Ella no lo ve. Pero yo me siento como el Doctor Extraño en el plano Astral haciendo conjuros con mis seis brazos. Para calmarla. Para desactivarla sin que ataque. Para hacer que los sepamos quién ha ganado sin que haya que contar las cicatrices.
La adrenalina de mi cuerpo inunda mis venas. La tensión me carga los brazos. Me sigue mirando. Pero va a decir algo. Sabe que tiene que decirlo. Ella ha iniciado el fuego. Y yo no voy a apagarlo. Soy así. Alfa va a echar más leña. No, voy a echar queroseno. Dinamita. TNT. Lo que ella quiera. Si ella aprieta el detonador yo pongo dos bombas más. Tiene el botón en su mano. Ella lo sabe. Lo siento. Yo lo sé. Intenta abrir la boca. Sabe que tiene dos alternativas muy malas. Pero los dos sabemos que hay una tercera. Pequeña. Temporal. En la que voy a dejarla creer que ha ganado. Que voy a dejarla sentir que tiene cartas en esta partida de póker. Que tiene fichas para apostar. Solo tiene que auto convencerse ella misma. Amo esa furia que tiene. Mis brazos y mi espalda tienen marcas de los zarpazos que me ha dado intentando revelarse.
Cierra la boca de repente. Frunce el ceño. Está enfada. Muy enfadada. Furiosa. Y desencadena el ataque. Sale la tarántula por su brazo. Puedo ver solo unas patas de esa gran tarántula que acaba de soltar. Bajando por su piel blanca. El contraste es maravilloso. Esas patas negras peludas deslizándose por la piel de porcelana blanca. Avanza despacio. Hacía mí. Hacia la mano con la que sujeto su mano. Para atacarme.
Me mantengo firme. Más aún. Aprieto la mano para que sepa que el puente para su tarántula está abierto en mi brazo. Lo ha notado. Lo sabe. Duda. La tarántula se para a mitad de camino. No quiero que se rinda. Ahora es cuando más me gusta. Mi adrenalina me inunda el corazón. La sien de mi cabeza late con la fuerza de los latidos de mi corazón. Ella nota el cambio en mí. Se arma de valor. Y la tarántula del brazo vuelve a avanzar. Despacio. Patita a patita. Patita a patita. Sobre la porcelana de sus dedos. Y pasa a mi mano. Está sobre mí. Palpando mi piel. Sintiendo mi calor. Mi adrenalina. El latir de mi corazón.
Mi fuego interior no se nota en mis ojos. Son calma. Realmente la quiero. Realmente la adoro. Más de lo que se puede querer. Pero tiene que ser así. Esta es nuestra partida. Este es nuestro ritual de apareamiento. Es la forma de podar las ramas secas de nuestro árbol. De regarlo. Con dolor. Con sangre. Con el fuego rojo de su furia. Con mi veneno. Con ese veneno dulce que la emborracha. Que la engancha. Que la droga. Que la convierte en invisible.
La tarántula se acerca a mi muñeca. Pero se para. Despacio. Duda. Otra vez. Y se para ahora un poco asustada. Muy asustada. Nerviosa. Sin mover la patas se peude ver cómo todo su cuerpo está retraido. Su tarántula empieza a retroceder. Despacio. Muy despacio. Los ha visto. Ya los ha visto. Ella baja los ojos. Se intenta contener. Ha cerrado los ojos un instante. Ha apagado un poco la caldera que caldea sus ojos. Se ha asustado. Le agarro la mano con fuerza.
La tarántula empieza a bajar despacio de mi cuerpo. Se quiere volver. Ha visto los cien ojos pequeños que asoman debajo de la manga de mi camiseta. Están ahí. Mis escorpiones. Los ha visto. Sabe que si intenta morder la van a matar. Antes de que ni siquiera lo intente. Se han dado cuenta del miedo de la tarántula. Y salen. Decenas de ellos. Llenando mi brazo de sus cuerpos armados con sus afilados aguijones envenenados. Dejando regueros de sangre en mi cuerpo. Su tarántula vuelve a su cuerpo. Busca refugio.
El miedo es superior a ella. Se le escapa una lágrima. Le acaricio suavemente la cara mientras mis escorpiones se suben los unos a los otros cerca de su cara. Ella no quiere que vea la lagrima. Aparta la cabeza. La doy un abrazo. Contra mi pecho. Suavemente. Todos los escorpiones salen de mí y nos rodean. A los dos. Corren por encima de su cabeza. Su espalda. Mi espalda. Corretean cubriéndonos por completo. Dándonos un calor reconfortante. Pero no usan sus aguijones. Yo la mantengo contra mi pecho. Para que oiga el latido de mi corazón. La quiero. Lo sabe. Pero sabe que algún día un aguijón puede alcanzarla. En el corazón. En el alma.
La tarántula no está. El fuego de sus ojos ha desaparecido. Ya no son rojos. Mi adrenalina se calma. Poco a poco los escorpiones vuelven a su escondite. Ella me abraza fuerte. Muy fuerte. Con desesperación. Deseando poder transmitirme todo el amor que me tiene. Cuánto venera a su alfa. Fuertemente. De repente me busca la boca. Me besa, sí. Pero buscándome la boca. Le acaricio el pelo. Su boca es dulce. La mía pone el amargor. Los escorpiones, aún, se mueven bajo mi pelo.
FIN.
Autor: Chema Alonso
No he podido dejar de leer, y eso que cuebto con un déficit de atención nivel 100. Cada día me sorprendo más de ti y tus habilidades, buen trabajo y buena realidad, la experiencia es un grado.
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